El fútbol patético no es sólo el fútbol de violencia (que no es fútbol puesto que el fútbol murió cuando su cosa dejó de ser juego), el fútbol patético es también aquel de llamar hijo bobo al hijo que no es bobo y en rigor tampoco hijo, es aquel de etiquetar de amargura cosas que no son amargas, es basar la vida, más aún las alegrías, en la desgracia ajena, o sentirse orgulloso, más bien, de una supuesta superioridad moral cuando la única nobleza y la única superioridad debiera yacer en la comparación pasada con uno: Independiente procurar ser mejor que los pretéritos Independientes, y Racing mejor que los pretéritos Racing. Es patético, y sigue siendo el mismo mediocre fútbol, cuando se pide la amarilla a un jugador rival aun cuando la falta fuera justa y la acción supusiera amarilla. Lo es, y al margen de sus atributos de alivio, jugar como el culo, hacer los pases como el culo, demostrar vocaciones ofensivas nulas y ganar merced a un súbito rapto de bondadosas combinaciones que terminan en el único gol del partido. Sigue siendo el mismo fútbol despojado de altruismo en sus detalles más minúsculos. Todas esas cosas son alarmas, pedidos de auxilio de los valores y la nobleza, la sensibilidad, el sentido, y esas cosas sagradas llamadas principios. Principios que aceptan la colocación del fútbol como la cosa más importante de las menos importantes, pero nunca por encima, por eso, de las más humanas creencias virtuosas.
No, Racing, siendo yo Independiente, vos no sos mi hijo.
No, Racing, yo no valgo más por tener 7 Libertadores o por tener en mi haber un mago llamado Bochini. No lo repitamos.
Tampoco importa el tenor de mi hinchada, no importan los derrumbes pasados, ni los míos y ni los tuyos, no somos siquiera rivales tal como instaura la frase “Somos rivales no enemigos”, porque rival se transformó ya en una palabra vulgar, eufemismo cobarde que en realidad esconde una relación de encono, de enemigos sin más. Pronunciarlo de otra manera no va a cambiar nada; creerlo, revolucionar el paradigma interpretativo detrás, sí. Somos grandes clubes de fútbol, caramba, competidores de un torneo de meta común, que fuimos fundados por puro amor al fútbol, POR PURO AMOR a querer participar de este juego junto con otros, sublime casualidad, de intereses iguales. IGUALES. Y a partir de esa certeza cualquier amabilidad sana y bondadosa debiera resultar natural, lo más básico y común, y no generar sorpresa. La semana pasada decía Sacheri: “Sin duda lo sucedido en la Bombonera el jueves tiene que ver con el funcionamiento del ‘dispositivo fútbol’ del que forman parte dirigentes, barras, periodistas, jugadores, policías y la mar en coche. Pero por detrás hay una sociedad que tolera y legitima, que acepta y reproduce una escala de valores”. No somos más nobles que los barrabravas que pegan y aprietan sólo porque no pegamos ni apretamos. Caemos en la misma bajeza al basar nuestros ánimos en los desánimos ajenos, al basar nuestras ilusiones futuras en las desilusiones futuras del otro, al concebir la vida, el fútbol, la competición como GLORIA MÍA Y DESGRACIA TUYA.
Sacheri de nuevo: “Si no pudimos ganar, impediremos jugar. Y si no conseguimos impedir jugar, intentaremos aniquilar tu felicidad recordándote angustias del pasado, o echando a correr un rumor según el cual tu triunfo se produce gracias a la corrupción y al engaño, a confabulaciones internacionales o domésticas”.
Y en esto no hay excusa de que el Estado esto, el Estado otro, nadie a quien echarle la culpa de que impere una mediocracia futbolera. Si la bola que NOSOTROS echamos a correr contiene palabras y valores mediocres, ¿quién espera vivir luego un fútbol noble?
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